La delgada banda roja

Casi 40.000 almas con diferencias de género, edad, religión, postura política y tantas otras cuestiones, pero con un sentimiento común. Sí, aquellos que el domingo volvieron al Monumental con la expectativa de ver un triunfo y se llevaron la sorpresa de que Atlético Tucumán ganara merecidamente. Lo que no fue sorpresa es el aliento constante que acompaña al conjunto que dirige Matías Almeyda, pero esta vez no se trata de elogiar el apoyo ni el famoso "aunque ganes o pierdas".

Un día como hoy, pero hace exactamente dos años y por la decimocuarta fecha en Primera, River vencía 3-1 al mismo rival que el domingo le faltó el respeto. Ese respeto que muchos hinchas, sin darse cuenta, le han perdido a sus propios colores, priorizando el aliento en las tribunas y sin un espíritu lo suficientemente crítico para que los jugadores sintieran que estaban llevando al conjunto de Núñez al descenso. ¿Cuál es el límite entre el respaldo incondicional y esta moda de "ser hincha de la hinchada"?

Desde aquí, siempre se destaca la pasión del hincha genuino, aquel que va a la cancha por el simple hecho de estar donde juegue River y hace esfuerzos dignos de ser mencionados, pero está claro que eso no lo habilita a que todo le dé igual cuando el equipo sale al campo. River está en la B Nacional. O para que suena más crudo y realista, River está en el Ascenso. Hay que tomarse unos segundos y quizás minutos para reflexionar al respecto, y hasta comparar ese 3-1 del 15 de noviembre de 2009.

Estar en la segunda categoría no debe ser una fiesta ni un motivo de orgullo con el débil argumento de que "los demás ganan títulos y nosotros llenamos tribunas". ¿Eso es River? ¿Salir primero en tabla de recaudaciones y nada más? No, no hay trofeo para el que mayor cantidad de entradas vendió y tampoco vueltas olímpicas por popularidad. De lo contrario, China sería campeón si organizara una Copa del Mundo, por el simple hecho de que podría colmar tribunas para millones de personas y, sin embargo, no tiene chances futbolísticas de lograrlo en el corto ni mediano plazo.

Resulta preocupante y alarmante que sea más importante "cantar los 90 minutos" que obtener una victoria. Muchos estarán pensando que de ninguna manera es así, pero la máxima de "ser y parecer" no se cumple, ya que tan sólo alcanza con volver a ver las imágenes de los aplausos y la euforia en casa el domingo pasado, mientras los tres puntos viajaban a San Miguel de Tucumán y la fiesta justificada era de los 4.000 fanáticos que estuvieron en la Centenario Alta.

¿Cómo puede ser que el Monumental sea un salón de fiestas para los rivales? Por supuesto que la culpa de lo que sucede en el campo de juego no es del hincha, y siempre que en esta columna se habla del hincha unos se van a sentir identificados y otros podrán ofenderse, pero la idea es mucho más profunda y habla de respeto que debe tener la banda roja, cada vez más delgada entre la sana costumbre de acompañarla y la insólita forma de admitir caídas sin sentir sentir un daño en el orgullo.

Los 33 títulos locales, las dos Libertadores, la Intercontinental, los cracks y otros factores lograron que River fuera uno de los equipos más ganadores y reconocidos mundialmente en el Siglo XX. Ahora, todo eso es lejano y hasta parece inalcanzable. El hincha no se pone los pantalones cortos ni resuelve los resultados, pero sí es el que los debe exigir y el que posibilitó que el club se hiciera cada vez más popular en sus inicios, cuando la convocatoria y la costumbre de ganar caminaban de la mano.

Hay que apoyar y alentar, pero también tener un espíritu crítico cuando las cosas se hacen mal. River está en la B Nacional y puede renegar con adversarios históricos como Rosario Central, Quilmes, Gimnasia y Esgrima La Plata u otro protagonista de peso, pero no con cualquiera. La dignidad hay que conservarla siempre, porque seguramente que a un grande y multiganador como Angelito Labruna jamás se le hubiera ocurrido cantar "no me importan esos malos resultados".

Por Germán Balcarce

Imagen: Wally